viernes, 23 de junio de 2017

Soplos del tiempo

Enrique Caño Pedraz

Primer premio ex aequo del Certamen de Relato Corto 2017. 
XXX Aniversario de la Asociación de Vecinos El Val.


Habían transcurrido tan solo tres semanas desde que comencé a disfrutar del placer de mi primera docena de otoños en este mundo en aquel año de gracia de mil novecientos sesenta y ocho…
–¡Vamos Raúl! –me llamó con entusiasmo el brutote de Quique al verme aparecer.
Yo, estaba doblando a galope tendido por la esquina del edificio, ansioso por encontrar a alguno de mis amigos, cuando aquel vigoroso estallido de voz me despertó del letargo, fue la necesaria llamada de atención que sirvió para ponerme en estado de alerta. Allí estaban, sentados debajo del dibujo de una portería que habíamos grabado, con yeso duro, sobre una pared de la fachada posterior de la iglesia de Nuestra Señora de Luján.
–¿A que no eres capaz de marcar un gol? –preguntó Antonio en tono vocinglero mientras señalaba un viejo balón depositado en el suelo y que parecía estarme esperando convenientemente colocado.
Era una tarde un poquito gris del mes de octubre, la temperatura se percibía bastante agradable para la época del año, aunque soplaba un ligero viento que nos volvía a la realidad de la estación, haciendo que la sensación térmica fuera algo más baja. Faltaban solamente tres días para la festividad del Pilar y, en el barrio, todo el mundo se preparaba para celebrar el acontecimiento anual. Este año caía en sábado y tendríamos todo el fin de semana para disfrutar de las tómbolas y los coches de choque que se ubicaban en la calle Ribadavia.

Quique se situó de arquero, centrado entre las tres rayas que simulaban los dos postes y el larguero, Antonio y Andresito jaleaban desde su privilegiada tribuna junto a uno de los hipotéticos palos verticales. Tenían el culo en el suelo, pegado a los talones; las rodillas levantadas y abiertas frente a la cara para no perderse un detalle; las espaldas, apoyadas cómodamente sobre el paramento de color beige y los brazos estratégicamente lanzados hacia adelante, permitiendo que las manos se pudieran entrelazar para sujetar las piernas. Estaban impacientes.
La leve inclinación de que estaba dotado el terreno, le confería a la acción una cierta dificultad añadida. Exigía, al mismo tiempo que mucha puntería, altas dosis de pericia, una buena capacidad de concentración y máxima potencia para determinar correctamente el golpeo.
Una finísima lluvia nos arropó, sin llegar a molestar.
En fin, colocar un disparo como el que me requerían no era precisamente, una tarea fácil pero suponía un grandísimo acicate para mi denostada autoestima que, por aquellos entonces, se encontraba bajo mínimos; de capa caída, diría yo, debido a alguna mala nota sobrevenida en matemáticas y lengua. Pero bueno, acababa de empezar el curso y todo se podía superar.
Le di un último mordisco al bocadillo de manteca con azúcar que llevaba de la mano para merendar, mastiqué muy deprisa y luego, desvié los ojos discretamente hacia el arco buscando conocer con exactitud la colocación que mi amigo había adoptado, volví de nuevo la vista hacia la pelota y me dispuse a correr con todas las fuerzas de mi alma. Lleno de furia, con el corazón galopando a mil por hora sobre un pecho desquiciado, como si la vida me fuera en ello; avancé desesperadamente hacia el objetivo final que no era otro distinto, que el de conseguir que la bola sobrepasara a Quique y, finalmente, golpeara la pared por dentro del dibujo.
El arquero estaba situado justo en medio de la portería, con la tensión propia del que está dispuesto a interceptar el esférico y echar al traste con todos mis delirios.
Al finalizar la carrera, lancé el pie con toda la fuerza de que disponía y golpeé el balón en todo el centro de su eje, con el empeine envolví perfectamente el esférico. En mi mente ya había visualizado, unos segundos antes, como el cuero volaba diligentemente dirigiéndose hacia el único destino posible que yo podía imaginar: el gol.
En una sola fracción de tiempo, el mundo se detuvo sorpresivamente, algo inesperado ocurrió. Aquella masa deformada por el tremendo impacto y, a pesar del enorme esfuerzo desarrollado, tan sólo se había desplazado un par de centímetros. La carcajada de mis colegas de siempre, de “mis amigos”, fue terriblemente sonora y unánime y, mi dolor al verlos disfrutar a mi costa, con el eco de sus risotadas como telón de fondo, sobrepasó con creces el ámbito de lo puramente físico hiriéndome, de igual manera, en el orgullo y en el alma.
Una apertura en el lateral de la pelota delató el propósito de aquella broma cruel y el éxito alcanzado. Algunos pedernales y un ladrillo viejo se alojaban en su interior. La brutal colisión que se produjo al topar mi pie con aquel falso balón, hizo crujir mi tobillo sin ninguna piedad.
Una punzada infinita se me clavó en los intestinos y, al tiempo que se desplomaba impotente mi cuerpo desmadejado, aquellos insensatos celebraban con una algarabía impropia de personas normales, el daño que me causaban. Estoy seguro de que no eran conscientes del tremendo destrozo que me habían ocasionado, más allá de algún hueso machacado que, por supuesto, ya estaba dando por descontado. Amén del resto de bocadillo que se esparció por el suelo para posterior deleite de los pájaros.
Por un momento, pensé en la buena gente de mi barrio a la que conocía, traté de localizar en mis cábalas a muchas magnificas personas de los alrededores que estarían cada quien en sus quehaceres pero, todos se me vinieron a la cabeza: quería pedir socorro a la señora Dorita, la mercera; al señor Manolo, el de la droguería de debajo de mi casa; al señor Paco, el dueño de la zapatería; a don Antonio, el médico con el que mis padres tenían una iguala y al señor Pepe, el cojo, el camarero del Bar “el Pilar”, muy amigo de mi padre. Incluso, me acordé del señor Justo, el portero de mi bloque, que estaría leyendo el diario “el Pueblo” en el chiscón del portal y, como no podía ser de otra manera, me acordé especialmente de mamá… ¡pobrecita! ¿Qué pensaría cuando me viera aparecer en aquel estado tan lamentable?
Me di cuenta, de que si no movía la maltrecha extremidad, el dolor me concedía una limitada tregua, así que decidí abandonarme a mi suerte, cedí completamente en mis inútiles esfuerzos por incorporarme y me quedé inmóvil, mientras aquellos cerriles festejaban su victoria ruin.
Fui sintiendo, segundo a segundo, como mi espíritu naufragaba tirado aquel suelo empinado, buscando la quietud que me proporcionaba el durísimo mar de tierra donde reposaba, mientras agradecía la suave brisa y la delicada lluvia que el cielo me regalaba.
–¡Sois unos animales! –resonó tu voz en el aire, fue un espectacular estallido de energía femenina e infantil que me sorprendió cuando sentí que te aproximabas rápidamente por mi espalda.
Nadie se atrevió a rechistar a tus objeciones.
Visiblemente alterada, te arrodillaste junto a mí, tanto que, en tu exaltación, casi podía escuchar el palpitar del brioso latido de tu corazón absolutamente enojado; tu pelo negro, suelto y agraciado llegó a pasear tímidamente por el entorno de mí mejilla como si quisiera enjugar mis lágrimas.
¿Te acuerdas mi amor? Por entonces había una ley no escrita, que explicaba con litúrgica intención que los niños y las niñas no podían estar juntos, porque estaba mal visto. Si la gente veía a una chica acercarse a los chicos, las llamaban “chicazos” y, a los chavales que se arrimaban a algún grupo de niñas, les decían que eran “mariquitas”. Pero, para esas cosas, tú siempre has sido muy especial, estabas hecha de otra pasta y, siempre te importó un carajo ese tipo de comentarios. De hecho, a las pruebas me remito, tus amigas permanecieron alejadas, escandalizadas eso sí, pero lejos.
–¡Es un quejica! -me increpaban aquellos tramposos sin moverse de la pared y añadían- Si no ha “sio ná…”
No sabían a quién se estaban enfrentando. Desde luego, puedo asegurarte que nadie me ha defendido nunca con tanta vehemencia como tú…
–¿Un quejica? ¡Manada de burros! –y sentenciaste con tanta fuerza como las cuerdas vocales te lo permitieron– ¡Tiene roto el tobillo!
Los traidores cuchichearon y, hasta es posible que llegaran a preocuparse, aunque no creo que fuera por mí, sino por las posibles consecuencias que pudiera tener su malvada acción.
Elvira, mi buena samaritana, mi amor desde aquel día… tú me cogiste de la mano y te esforzaste por darme consuelo…
–No te preocupes… –me decías.
El sonido de tus palabras, repiqueteó en mis oídos como una dulce melodía. Después añadiste:
–Ahora mismo subo a llamar a tu madre.
–¿Sabes dónde vivo? –te pregunté compungido, con el llanto ahogándome la garganta.
–Sí –aseguraste con firmeza mientras te separabas de mí- vives en mi portal… en el sexto.
Asentí con la cabeza y, tú echaste a correr en busca de ayuda.
Esmeraldita, Yoli y Raquel me miraban desde la distancia, mientras los agresores continuaban sin acercarse. Creo que, en realidad, tenían miedo. Aquel fue uno de los ratos más largos y solitarios de toda mi vida.
Alertado por la premura que llevabas al entrar en el portal, el señor Justo intuyó que algo había sucedido, abandonó inmediatamente su lectura y se apresuró a salir a la puerta. Al verme tirado en el suelo, aceleró el paso y, cuando llegó a mi lado, observó el balón del delito, se percató inmediatamente de lo sucedido, miró a mis amigos de soslayo y, con aire de reproche, meneando la cabeza ostensiblemente, guardo un elocuente silencio que evidenciaba condena. El señor Justo era persona de hablar poco. Me levantó con fuerza y me trasladó en brazos hasta el interior del portal, supongo que buscando el cobijo de un lugar techado.
Enseguida se oyó llegar el ascensor, mi madre empujó la puerta con absoluta decisión, se abrió como si tuviera un resorte y, como impulsada por una energía sobrenatural, salió desde el interior de la cabina, tremendamente asustada y contigo detrás...
De pronto, vuelvo a tener el pelo blanco, la piel agrietada y las manos temblorosas; regreso al momento y, abstraído en mis reflexiones, casi sin darme cuenta, empiezo a percatarme de que estoy exteriorizando las cavilaciones de mi mente al esbozar una tenue sonrisa que no pasa desapercibida. Ha sido tan sólo un segundo, fruto de la evocación de aquellos entrañables recuerdos sobre el día que nos conocimos.
Pero acabo de descubrir que Martina está llamando la atención de su madre. Nuestra nieta no me quita la vista de encima ni un solo momento. La escucho dirigirse a ella entre cuchicheos:
–¡Mira mamá, el yayo sonríe! –le informa y luego añade– ¡Me da lástima! Creo que está hablando con la abuela.
Su madre, con las lágrimas haciendo equilibrios en el borde de los párpados, primero me mira sonriendo condescendientemente y después, volviendo las pupilas enmarañadas hacia la niña, mesa suavemente sus cabellos y guarda un comprensivo silencio.
Yo he agudizado los oídos para percibir con claridad la observación. Levanto los ojos tímidamente y, sin más gestos, me esfuerzo por dedicarles una tímida e indulgente mirada; aunque, enseguida, sin reparar en nada ajeno a nosotros, vuelvo de nuevo a tu lado para que podamos seguir compartiendo estos lejanos recuerdos.
Si hoy, después de haber pasado setenta y dos años juntos, me preguntaras qué cambiaría de mi vida. Te diría, sin temor a equivocarme, que… tan sólo este instante, porque lo que más deseo en la vida es que me lleves contigo.

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