viernes, 23 de junio de 2017

Mi barrio

Tatiana Jiménez Toro

Primer premio ex aequo del Certamen de Relato Corto 2017. 
XXX Aniversario de la Asociación de Vecinos El Val.


«Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca»
Alessandro Baricco, Seda.


Ayer volví a tener 8 años. Anteayer tenía los mismos 22 años que tengo hoy, pero hoy siento que tengo 10 más.

Empecé la Semana Santa poniendo mi cuarto patas arriba, quería pintar y cambiar de sitio los muebles. Dejé el portátil reproduciendo toda mi música y situé la cama en el centro, la llené de todo lo que cubría las paredes: un tablero de corcho con pósits y folletos, fotos, un calendario, posters de series y animes, un atrapasueños y folios con frases de libros y películas. Despojé la estantería de mis tesoros, que también coloqué sobre la cama formando montañitas de libros. Cambié el rosa infantil de las paredes por beige y rojo y moví escritorio, cómoda, mesilla, estantería y cama hasta que me pareció que la habitación se veía espaciosa y bonita.
Aproveché también para recolocar mi ropa y zapatos poniendo en un solo lado del armario todo lo que podría ponerme hasta el otoño. Tiré muchas cosas que guardaba en todos los cajones, como algunos apuntes del instituto y papeles que se habían acumulado. En la repisa más alta del armario encontré una caja con agarraderas. No sabía qué contenía, ni me acordaba de ella porque desde abajo solo se veían las colchas y las almohadas que la estaban tapando. Cuando la bajé me di cuenta de que debía de llevar unos diez años ahí arriba, el tiempo transcurrido desde la mudanza. Dentro encontré casetes de “Pies descalzos” y “¿Dónde están los ladrones?”, álbumes que publicó Shakira antes de hacerse tan famosa fuera de Colombia; las primeras canciones que escuché en mi vida seguramente fueron de salsa y vallenato, de Shakira y de Juanes, ah, y de Queen porque, aunque a mi madre no le gustaba el rock, le chiflaba Freddie Mercury. También contenía mi primera consola, una Game Boy Advance, algunas cartas que viajaron de España a Colombia y viceversa, unas fotos de mi etapa preescolar, peluches pequeños, un libro infantil titulado “El mago del paso subterráneo”, y más papeles, que resultaron ser exámenes del colegio Zulema y un ejemplar del Zulemón, el número 63.
Diez años de una vida condensados en una caja de 37 x 24 x 21. Me sentí algo abrumada por la cantidad de recuerdos que invadieron mi mente durante esos minutos que pasé revisándola. Decidí conservar todo menos los exámenes, que me hicieron gracia por mi letruja; eran de 2º y de 3º de primaria. Cogí el taco de hojas y lo puse dentro de una bolsa, que ya estaba a rebosar de basura. Al volverme hacia la caja vi en el suelo una fotografía que había aparecido de la nada. La recogí mirándola extrañada, tardé un poco en recordar el momento que estaba inmortalizado en ella; se trataba de una excursión al Museo del Ferrocarril de Madrid que había hecho mi clase en 3º. Algunas caras no me decían nada, pero le pude poner nombre a la mayoría, y a la profesora, Dolores. Ubiqué a mi yo pequeñajo, que sonreía, me encontraba entre dos niñas, una con el pelo castaño y gafas y la otra rubia con ojos azules, Lucía y Andrea. Me senté en la cama y contemplé los rostros con más interés. Ellas fueron las primeras amigas que hice en España, las primeras personas que me hicieron olvidar un poco mi país y lo que había quedado allí.
Me sentí afligida, porque no las he vuelto a ver, perdí el contacto por completo al cambiarme de colegio en 4º; las seguí recordando mientras pasaban los años, pero hice nuevos amigos, me mudé algunas veces más y muchas cosas siguieron quedando atrás. Dejé la foto en la caja. La nostalgia pareció llenar la habitación, y llenarme a mí.
El resto de la semana tenía que estudiar y hacer trabajos, y a ello me puse porque también quería salir e ir al cine el sábado con mis amigas, que tampoco se habían ido de vacaciones, pero no lograba concentrarme demasiado, me distraía fácilmente. Ayer por la tarde parecía un zombi, no había dormido mucho desde el fin de semana anterior y caí rendida después de comer.
Entre la vigilia y el sueño pensé en Nueva Alcalá, en esas tardes en las que acompañaba a mi madre a las cabinas que estaban al lado de nuestra calle para llamar a la abuela y a las tías, sorteando así la distancia de 8000 kilómetros que nos separaba; recordé esas mañanas que comprábamos patatas, chuches y gatorade en el chino de la calle de Entrepeñas, que recorríamos en dirección al río para dar un largo paseo. Me revolví inquieta, sentí la necesidad de saciar mi curiosidad, de ir a Alcalá y echarle un vistazo al barrio. Así que me levanté y un rato después estaba esperando el bus de la línea 221A. Al llegar a la Vía Complutense, frente al carrefour, fui caminando hasta la plaza Cervantes para coger el autobús 7, que me dejaría a unos pocos metros del edificio en el que viví, situado en la calle Bolarque. Cuando bajé me quedé unos segundos bajo la marquesina, desorientada, no estaba segura de hacía dónde ir primero. Decidí ver el colegio por fuera y anduve hacia él, pero al llegar allí empecé a sentirme extraña y me fijé en que, aunque el día estaba soleado, la luz que se proyectaba sobre el Zulema parecía no alcanzarlo, dejándolo en una especie de penumbra. Quise alejarme de allí con urgencia y caminé rápidamente en dirección contraria, volviendo a la parada del bus. Más calmada, fui hacia el parque situado entre las calles Buendía y Río Torcón, recordé que había pasado infinidad de tardes jugando ahí. Cerca estaba el videoclub en el que siempre alquilábamos películas como El Rey león, E.T., el extraterrestre y Spiderman; me encantaba ir allí y observar todos los rótulos de los videos y los DVDs. Había bastante gente en la calle y, conforme me acercaba al parque, el bullicio de los niños resultaba casi ensordecedor.
Empecé a sentirme ansiosa, como si hubiera alguien esperándome y llegara tarde. Me pareció ver una marea de niños por todo el lugar, y me senté en el único banco libre. Los gritos y risas acompañaban el calor del ambiente, que normalmente me hubiera parecido sofocante, pero, de alguna manera, me sentía relajada, como si hubiera estado en medio de un jardín tranquilo y fresco. Entonces, una pelota llegó rodando a mis pies y un niño se acercó enseguida tras ella. La cogí para dársela e iba a decirle algo como “toma” o “aquí tienes”, pero me quedé muda, cuando le miré directamente vi en sus ojos un mar en calma; eran preciosos, de un azul resplandeciente y enormes en su pequeño rostro.
—¿Janette? —. Giré el cuello hacia la persona que había pronunciado mi nombre, y el niño cogió la pelota de mi mano y fue hasta ella. Era una chica joven, más alta que yo y de pelo largo y ondulado. Fue confuso, sentí que no podía enfocar bien su cara, como si se hubiera formado una bruma a mi alrededor que me impidiera ver con la claridad de antes. Ella dio un par de pasos hacia mí y preguntó otra cosa que no pude escuchar, pero logré reconocerla; no podía creerlo, era Lucía. Estaba evidentemente cambiada, pero su mirada seguía transmitiendo la misma amabilidad y alegría.
—Perdona, me ha costado un poco reconocerte —dije sorprendida y algo tímida.
—Ya veo ya, yo he sabido enseguida que eras tú, ¡es que no has cambiado nada! —me sonrió —. Me alegro mucho de verte.
—Yo también —. Las dos miramos al niño, que estaba tirando un poco de una de las perneras de sus vaqueros.
—Ah, te presento a mi hombrecito, se llama Dani.
—Hola peque, me llamo Janette, ¿cuántos años tienes? —pregunté acercándome a ellos.
—Cuatro —dijo algo avergonzado.
—¡Oh pero qué grandote!—. Soltamos una risita y entonces Lucía y yo nos dimos un breve abrazo. Nos sentamos en el banco.
—¿Y qué tal te ha ido? —la miro fijamente y le respondo:
— Bastante bien, pero sabes, siempre he echado de menos este lugar. —Animada, me dice:
—En ese caso, ¡ven, vamos a dar una vuelta! —Cogió a Dani acomodándolo en sus hombros y salimos del parque. Los observé mientras ella hablaba, y me sentí distinta, y todo alrededor pareció diferente también, como si la luz que incidía ahora sobre las calles fuera más luminosa, más acogedora.
Deambulamos hasta llegar al paseo del río y pasamos por el parque que está al lado de la parroquia San José. Seguimos caminando y charlando, resumiendo lo que nos había pasado desde la última vez que nos vimos. En un momento dado le dije:
—Es curioso cómo todo ahora me parece más pequeño y cercano entre sí, cuando vivía aquí me parecía que cada sitio estaba más lejos o era más grande —.
Conforme nos acercábamos a la calle de Entrepeñas la temperatura y la claridad empezaron a disminuir. Lucía bajó al niño para que caminara y le cogió de la manita.
—Me encantaría que pudiéramos entrar en nuestro colegio un momento —dije.
—Podemos, no te preocupes —me cogió de la mano y andamos un poco, pero yo me giré para mirar a Dani y me asusté porque vi que ya no estaba a nuestro lado.
—¡Lucía tu niño no está! —ella me miró con el semblante sereno y dijo:
—No te preocupes, ¡vamos! —me sentí más tranquila sin ninguna razón. Llegamos a la entrada del colegio y ahora hacía bastante frío. Me di cuenta de que la penumbra que antes me parecía que cubría el colegio ya no estaba, a pesar de ser más tarde en ese momento. De repente mi vista empezó a nublarse como había ocurrido en el parque y un momento después estábamos dentro del recinto del colegio. La luz del atardecer era preciosa en ese instante. Caminamos alrededor de los edificios y empezamos a hablar sobre anécdotas juntas. Nos reímos porque recordamos que solíamos enfadarnos mucho
—aunque nos reconciliábamos al día siguiente —y se llevó la palma una en la que estábamos discutiendo sobre algo en el recreo —alguna tontería —y yo, molesta, la había empujado un poco sin haberme fijado antes en que cerca de ella había un charco. Su enfado fue monumental. Pero ese mismo día teníamos catequesis así que después de esa hora le pedí perdón otra vez y compartimos un chicle— en símbolo de paz, supongo — Ya habíamos rodeado todo y nos sentamos en las escaleras de la entrada al edificio principal. Hablamos de la excursión al Museo de ferrocarril y de cuando volvió nuestra profe Dolores después de unos meses de baja y le hicimos entre todos un cartel de bienvenida.
—¿Recuerdas el último día de clase en 3º, que Sofía García nos contó que se cambiaba de colegio y muchos lloramos, incluso tú aunque, hasta entonces, no te había caído muy bien? —ella sonreía pero vi un fondo de tristeza en sus ojos.
—No… no mucho —respondí, confusa. Volví a sentir el frío y Lucía se levantó y me dijo enfadada:
—¿En serio no te acuerdas de ese día? Fue la última vez que Andrea y yo te vimos—. Me giré para mirarla y me quedé pasmada; ella ya no tenía el aspecto anterior, ahora parecía tener muchos menos años. Un momento después no me pareció tan raro el cambio e intenté contestarle, y no pude. Quería decirle que por supuesto que recordaba ese día, pero me había quedado sin voz, como si mi garganta hubiera olvidado qué hacer para articular sonidos. Me dio la mano y me entraron ganas de llorar pero por fin pude responder:
—Vale si, lo recuerdo. Al llegar a casa supe que ya el curso siguiente no estaría en el Zulema, con vosotras, y me dio muchísima rabia —me dio un suave apretón en la mano y caminamos hasta las pistas, al otro lado del edificio.
—Andrea y yo nos pusimos muy tristes cuando no te vimos y la profe nos dijo que te habías cambiado de colegio; nos enfadamos un montón porque no dijiste nada y podrías haberlo hecho ese último día. —Nos miramos; de repente, volvíamos a tener ocho años y nuestras alturas estaban más igualadas. Le solté la mano y seguí mirándola a los ojos.
—Lo siento mucho Luci —miré al suelo —, yo no era consciente de la situación, ojalá lo hubiera sabido para pediros al menos un número de teléfono —Volvió a arremolinarse aquella neblina a mi alrededor y ella me tomó de la mano una vez más, y con una sincera y dulce sonrisa dijo:
—No pasa nada, ahora no tiene importancia.


Entonces me desperté.

Eran las 20:04. Recordaba todo el sueño con bastante claridad pero los rostros de Lucía y el niño se veían desdibujados.
Me levanté y fui directa al ordena; no sabía por qué pero quería buscar el Zulema en internet. Leí sobre él en distintas páginas y me enteré de que en 2013 el colegio había cerrado. Me embargó una tristeza amarga y lloré intentando recordar un día cualquiera durante el último curso que pasé en él, que pasé en Nueva Alcalá: el bullicio a la entrada y salida del colegio, las tiendas y parques de alrededor, la gente comprando en el Ahorramás de la esquina, tomando algo en las terrazas de los bares cuando empezaba el buen tiempo, la papelería donde compré mis primeros libros… Me imaginé visitando el barrio al día siguiente, percibiendo vacías las calles y los parques, como ecos sombríos de los lugares que aparecen en mis recuerdos.
Decidí un momento después que debía ir y verlo directamente.

Hoy me he levantado con un remanente de la tristeza de ayer y me doy cuenta de que echo de menos aquellos días; echo de menos a Andrea y a Lucía, y siento nostalgia por esos tres últimos cursos de primaria que no pasé con ellas. Una vez le pregunté a un amigo que si creía que se pudiera sentir nostalgia por algo que no has vivido, por algo que no has tenido, por alguien que no has conocido. Él me dijo que no, que la nostalgia surge precisamente porque echas de menos algo y solo puedes echarlo de menos si ya lo has tenido. Pienso que se equivocaba; también puedes echar de menos cosas que no has tenido, o sentirte “morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca”. Y eso siento ahora mismo, añoranza por todo lo que viví en Nueva Alcalá y una inmensa nostalgia por lo que no pude vivir. Todos estos años transcurridos me pesan más hoy; hoy me apenan más las cosas que aún no he conseguido y las personas, deseos y planes que he dejado atrás.
Cuando salía de casa evoqué las caras sonrientes de la foto de la excursión y durante un momento fantaseé con la posibilidad de volver a verlas hoy, algo muy poco probable, porque seguramente ellas ya no vivirían allí o estuvieran de vacaciones estos días. Pensé nuevamente en el sueño, en esa Lucía de mi edad actual, y entonces deseé que dónde quiera que estuviesen, ella y Andrea se sintieran bien y fueran felices, y que de vez en cuando recordaran a esa niña de pelo castaño, algo tímida al principio pero muy habladora después, con la que rieron y pelearon y se reconciliaron después compartiendo un chicle y un abrazo.

Ahora estoy en el bus de la línea 7, dispuesta a recorrer el que aun siento como mi barrio, con dos miradas, la de antes y la de ahora.

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