Tatiana Jiménez Toro
Primer premio ex aequo del Certamen de Relato Corto 2017.
XXX Aniversario de la Asociación de Vecinos El Val.
«Morir de nostalgia por algo que no vivirás
nunca»
Alessandro Baricco, Seda.
Ayer volví a tener 8 años.
Anteayer tenía los mismos 22 años que tengo hoy, pero hoy siento que tengo 10
más.
Empecé la Semana Santa
poniendo mi cuarto patas arriba,
quería pintar y cambiar de sitio los muebles. Dejé el portátil reproduciendo
toda mi música y situé la cama en el centro, la llené de todo lo que cubría las paredes:
un tablero de corcho con pósits y folletos, fotos, un calendario, posters de
series y animes, un atrapasueños y folios con frases de libros y películas.
Despojé la estantería de mis tesoros, que también coloqué sobre la cama formando montañitas de libros.
Cambié el rosa infantil de las paredes
por beige y rojo y moví escritorio, cómoda, mesilla, estantería y cama hasta
que me pareció que la habitación se veía espaciosa y bonita.
Aproveché también para recolocar mi
ropa y zapatos poniendo en un solo lado del armario todo lo que podría ponerme hasta el otoño. Tiré
muchas cosas que guardaba en todos los
cajones, como algunos apuntes del instituto y papeles que se habían acumulado.
En la repisa más alta del armario
encontré una caja con agarraderas. No sabía qué contenía, ni me acordaba de ella porque desde abajo solo se veían las colchas y las almohadas que la estaban tapando. Cuando la
bajé me di cuenta de que
debía de llevar unos diez años ahí
arriba, el tiempo transcurrido desde la mudanza.
Dentro encontré casetes de “Pies descalzos” y “¿Dónde están los ladrones?”,
álbumes que publicó Shakira antes de hacerse tan famosa fuera de Colombia; las primeras canciones que escuché en mi vida seguramente fueron de salsa y
vallenato, de Shakira y de Juanes, ah, y de Queen porque, aunque a mi madre no
le gustaba el rock, le chiflaba
Freddie Mercury. También contenía mi primera consola, una Game Boy Advance, algunas cartas que viajaron de
España a Colombia y viceversa, unas fotos de mi
etapa preescolar, peluches pequeños, un libro infantil titulado “El mago del paso subterráneo”, y más papeles,
que resultaron ser exámenes del colegio Zulema y un ejemplar del Zulemón, el
número 63.
Diez
años de una vida condensados en una caja de 37 x 24 x 21. Me sentí algo
abrumada por la cantidad de
recuerdos que invadieron mi mente
durante esos minutos que pasé revisándola. Decidí conservar todo menos los
exámenes, que me hicieron gracia por
mi letruja; eran de 2º y de 3º de
primaria. Cogí el taco de hojas y lo puse
dentro de una bolsa, que ya estaba a
rebosar de basura. Al volverme hacia la caja
vi en el suelo una fotografía que había aparecido de la nada. La recogí mirándola extrañada, tardé un poco en
recordar el momento que estaba inmortalizado en ella; se trataba de una
excursión al Museo del Ferrocarril de Madrid que había hecho mi clase en 3º. Algunas caras no me decían
nada, pero le pude poner nombre a la mayoría, y a la profesora, Dolores. Ubiqué a mi yo pequeñajo, que
sonreía, me encontraba entre dos
niñas, una con el pelo castaño y gafas y la
otra rubia con ojos azules, Lucía y Andrea. Me senté en la cama y contemplé los rostros con más interés. Ellas fueron las primeras amigas que hice en España, las primeras personas que me hicieron olvidar un poco mi país y lo que había quedado allí.
Me sentí afligida, porque no las he vuelto a ver, perdí el contacto
por completo al cambiarme de colegio en 4º; las seguí recordando mientras
pasaban los años, pero hice nuevos amigos, me mudé algunas veces más y muchas
cosas siguieron quedando atrás. Dejé la foto en la caja. La nostalgia pareció
llenar la habitación, y llenarme a mí.
Entre
la vigilia y el sueño pensé en Nueva
Alcalá, en esas tardes en las que
acompañaba a mi madre a las cabinas
que estaban al lado de nuestra calle para
llamar a la abuela y a las tías,
sorteando así la distancia de 8000
kilómetros que nos separaba; recordé esas mañanas que comprábamos patatas,
chuches y gatorade en el chino de la calle
de Entrepeñas, que recorríamos en dirección al río para dar un largo paseo. Me
revolví inquieta, sentí la necesidad
de saciar mi curiosidad, de ir a Alcalá y echarle un vistazo al
barrio. Así que me levanté y un rato
después estaba esperando el bus de la línea
221A. Al llegar a la Vía
Complutense, frente al carrefour, fui caminando
hasta la plaza Cervantes para coger
el autobús 7, que me dejaría a unos
pocos metros del edificio en el que viví, situado
en la calle Bolarque. Cuando bajé me quedé unos segundos bajo la marquesina, desorientada, no estaba segura de hacía dónde ir primero. Decidí ver el colegio por
fuera y anduve hacia él, pero al llegar allí
empecé a sentirme extraña y me fijé
en que, aunque el día estaba soleado, la luz
que se proyectaba sobre el Zulema parecía no
alcanzarlo, dejándolo en una especie de penumbra. Quise alejarme de allí
con urgencia y caminé rápidamente en dirección contraria, volviendo a la parada del bus. Más calmada, fui hacia
el parque situado entre las calles
Buendía y Río Torcón, recordé que había pasado infinidad de tardes jugando ahí. Cerca estaba el videoclub en el que
siempre alquilábamos películas como El Rey león, E.T., el extraterrestre y
Spiderman; me encantaba ir allí y observar todos los rótulos de
los videos y los DVDs. Había bastante gente en la calle y, conforme me acercaba al parque, el bullicio de los
niños resultaba casi ensordecedor.
Empecé
a sentirme ansiosa, como si hubiera alguien esperándome y llegara tarde. Me
pareció ver una marea de niños por todo el lugar, y me senté en el único banco libre.
Los gritos y risas acompañaban el calor del ambiente, que normalmente me hubiera parecido sofocante, pero, de alguna manera, me sentía relajada, como si
hubiera estado en medio de un jardín
tranquilo y fresco. Entonces, una pelota llegó
rodando a mis pies y un niño
se acercó enseguida tras ella. La
cogí para dársela e iba a decirle
algo como “toma” o “aquí tienes”,
pero me quedé muda, cuando le miré directamente vi en sus ojos un mar en calma; eran preciosos, de un azul resplandeciente y
enormes en su pequeño rostro.
—¿Janette?
—. Giré el cuello hacia la persona que había pronunciado mi nombre, y el niño
cogió la pelota de mi mano y fue hasta ella. Era una chica joven, más alta que
yo y de pelo largo y ondulado. Fue confuso, sentí que no podía enfocar bien su
cara, como si se hubiera formado una bruma a mi alrededor que me impidiera ver
con la claridad de antes. Ella dio un par de pasos hacia mí y preguntó otra
cosa que no pude escuchar, pero logré reconocerla; no podía creerlo, era Lucía.
Estaba evidentemente cambiada, pero su mirada seguía transmitiendo la misma
amabilidad y alegría.
—Perdona, me ha costado un
poco reconocerte —dije sorprendida y algo tímida.
—Ya veo ya, yo he sabido
enseguida que eras tú, ¡es que no has cambiado nada! —me sonrió —. Me alegro
mucho de verte.
—Yo también —. Las dos miramos
al niño, que estaba tirando un poco de una de las perneras de sus vaqueros.
—Ah, te presento a mi
hombrecito, se llama Dani.
—Hola peque, me llamo Janette,
¿cuántos años tienes? —pregunté acercándome a ellos.
—Cuatro —dijo algo
avergonzado.
—¡Oh pero qué grandote!—. Soltamos una risita
y entonces Lucía y yo nos dimos un breve abrazo. Nos sentamos en el banco.
—¿Y qué tal te ha ido? —la
miro fijamente y le respondo:
— Bastante bien, pero sabes,
siempre he echado de menos este lugar. —Animada, me dice:
—En ese caso, ¡ven, vamos a
dar una vuelta! —Cogió a Dani acomodándolo en sus hombros y salimos del parque.
Los observé mientras ella hablaba, y me sentí distinta, y todo alrededor pareció diferente también,
como si la luz que incidía ahora sobre las calles fuera más luminosa, más
acogedora.
Deambulamos hasta llegar al paseo del río y pasamos por el parque que
está al lado de la parroquia San José. Seguimos caminando y charlando,
resumiendo lo que nos había pasado desde la última vez que nos vimos. En un
momento dado le dije:
—Es curioso cómo todo ahora me
parece más pequeño y cercano entre sí, cuando vivía aquí me parecía que cada
sitio estaba más lejos o era más grande —.
Conforme nos acercábamos a la
calle de Entrepeñas la temperatura y la claridad empezaron a disminuir. Lucía
bajó al niño para que caminara y le cogió de la manita.
—Me encantaría que pudiéramos
entrar en nuestro colegio un momento —dije.
—Podemos, no te preocupes —me cogió de la
mano y andamos un poco, pero yo me giré para mirar a Dani y me asusté porque vi
que ya no estaba a nuestro lado.
—¡Lucía tu niño no está! —ella
me miró con el semblante sereno y dijo:
—No
te preocupes, ¡vamos! —me sentí más tranquila sin ninguna razón. Llegamos a la
entrada del colegio y ahora hacía bastante frío. Me di cuenta de que la
penumbra que antes me parecía que cubría el colegio ya no estaba, a pesar de
ser más tarde en ese momento. De repente mi vista empezó a nublarse como había
ocurrido en el parque y un momento después estábamos dentro del recinto del
colegio. La luz del atardecer era preciosa en ese instante. Caminamos alrededor
de los edificios y empezamos a hablar sobre anécdotas juntas. Nos reímos porque
recordamos que solíamos enfadarnos mucho
—aunque nos reconciliábamos al día siguiente —y se llevó la palma una
en la que estábamos discutiendo sobre algo en el recreo —alguna tontería —y yo,
molesta, la había empujado un poco sin haberme fijado antes en que cerca de
ella había un charco. Su enfado fue monumental. Pero ese mismo día teníamos
catequesis así que después de esa hora le pedí perdón otra vez y compartimos un
chicle— en símbolo de paz, supongo — Ya habíamos rodeado todo y nos sentamos en
las escaleras de la entrada al edificio principal. Hablamos de la excursión al
Museo de ferrocarril y de cuando volvió nuestra profe Dolores después de unos
meses de baja y le hicimos entre todos un cartel de bienvenida.
—¿Recuerdas
el último día de clase en 3º, que Sofía García nos contó que se cambiaba de
colegio y muchos lloramos, incluso tú aunque, hasta entonces, no te había caído
muy bien? —ella sonreía pero vi un fondo de tristeza en sus ojos.
—No… no mucho —respondí, confusa. Volví a
sentir el frío y Lucía se levantó y me dijo enfadada:
—¿En serio no te acuerdas de ese día? Fue la última vez que Andrea y yo te vimos—.
Me giré para mirarla y me quedé
pasmada; ella ya no tenía el aspecto
anterior, ahora parecía tener muchos menos años. Un momento después no me pareció tan raro el cambio e intenté
contestarle, y no pude. Quería
decirle que por supuesto que recordaba ese día, pero me había quedado sin voz, como si mi garganta hubiera olvidado
qué hacer para articular sonidos. Me dio la
mano y me entraron ganas de
llorar pero por fin pude responder:
—Vale
si, lo recuerdo. Al llegar a casa supe que ya el curso siguiente no estaría en
el Zulema, con vosotras, y me dio muchísima rabia —me dio un suave apretón en
la mano y caminamos hasta las pistas, al otro lado del edificio.
—Andrea y yo nos pusimos muy tristes cuando no te vimos y la profe nos
dijo que te habías cambiado de colegio; nos enfadamos un montón porque no
dijiste nada y podrías haberlo hecho ese último día. —Nos miramos; de repente,
volvíamos a tener ocho años y nuestras alturas estaban más igualadas. Le solté
la mano y seguí mirándola a los ojos.
—Lo siento mucho Luci —miré al suelo —, yo no era consciente de la
situación, ojalá lo hubiera sabido para pediros al menos un número de teléfono
—Volvió a arremolinarse aquella neblina a mi alrededor y ella me tomó de la
mano una vez más, y con una sincera y dulce sonrisa dijo:
—No pasa nada, ahora no tiene
importancia.
Entonces
me desperté.
Eran las 20:04. Recordaba todo el sueño con
bastante claridad pero los rostros de Lucía y el niño se veían desdibujados.
Me levanté y fui directa al ordena; no
sabía por qué pero quería buscar el Zulema en internet. Leí sobre él en
distintas páginas y me enteré de que
en 2013 el colegio había cerrado. Me embargó una tristeza amarga y lloré
intentando recordar un día cualquiera
durante el último curso que pasé en él, que
pasé en Nueva Alcalá: el bullicio a la entrada
y salida del colegio, las tiendas y
parques de alrededor, la gente
comprando en el Ahorramás de la esquina,
tomando algo en las terrazas de los bares cuando empezaba el buen tiempo, la papelería donde compré mis
primeros libros… Me imaginé visitando el barrio al día siguiente,
percibiendo vacías las calles y los
parques, como ecos sombríos de los lugares que aparecen en mis recuerdos.
Decidí
un momento después que debía ir y verlo directamente.
Hoy me he levantado con un
remanente de la tristeza de ayer y me doy cuenta de que echo de menos aquellos
días; echo de menos a Andrea y a Lucía, y siento nostalgia por esos tres
últimos cursos de primaria que no pasé
con ellas. Una vez le pregunté a un
amigo que si creía que se pudiera sentir nostalgia por algo que no has
vivido, por algo que no has tenido, por alguien que no has conocido. Él me dijo
que no, que la nostalgia
surge precisamente porque echas de menos algo y solo puedes echarlo de menos si ya lo has tenido. Pienso que
se equivocaba; también puedes echar de menos cosas que no has tenido, o sentirte “morir de nostalgia por algo
que no vivirás nunca”. Y eso
siento ahora mismo, añoranza por todo lo que
viví en Nueva Alcalá y una inmensa
nostalgia por lo que no pude vivir.
Todos estos años transcurridos me pesan
más hoy; hoy me apenan más las cosas que aún no he conseguido y las personas, deseos y planes que he dejado atrás.
Cuando salía de casa evoqué las caras sonrientes de la foto de la
excursión y durante un momento fantaseé con la posibilidad de volver a verlas
hoy, algo muy poco probable, porque seguramente ellas ya no vivirían allí o
estuvieran de vacaciones estos días. Pensé nuevamente en el sueño, en esa Lucía
de mi edad actual, y entonces deseé que dónde quiera que estuviesen, ella y
Andrea se sintieran bien y fueran felices, y que de vez en cuando recordaran a
esa niña de pelo castaño, algo tímida al principio pero muy habladora después,
con la que rieron y pelearon y se reconciliaron después compartiendo un chicle
y un abrazo.
Ahora estoy en el bus de la línea 7,
dispuesta a recorrer el que aun siento como mi barrio, con dos miradas, la de
antes y la de ahora.
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